domingo, noviembre 02, 2008

Fragmento VII

El grado de estupidez al que había llegado le parecía insoportable, imperdonable. Lo había evitado por tantos años y justo ahora, cuando el cuerpo ya no está para estos altibajos emocionales, cuando la edad ya no es un pretexto para armarse un melodrama personal, justo ahora, cae en el juego éste del amor imposible y sus ilusiones injustificadas, de la desilusión y la desesperanza que lo siguen siempre. Justo ahora.


Se acabó el cigarro. Tan pronto. Hacía mucho que no fumaba, pero es que era la única actividad compulsiva que le permitía sentarse a desmenuzar la situación sin romper a llorar como adolescente. Necesitaba hacerlo, evocar cada paso que le fue llevando a este doloroso momento.


El fuego fue el pretexto. Él no tenía con que prender su cigarro así que buscó al fumador más cercano para pedir prestado un encendedor. Y se lo pidió a ella. Lo hizo varias veces durante la noche, lo que dio pie a bromas y luego a una muy amena conversación. Bailaron y después terminaron juntos en casa de él. Ella se fue al siguiente día sin la intención de verlo otra vez y él siguió su día como cualquier otro. Había sido una noche agradable pero no particularmente interesante. Cerca de dos años después casi chocan de frente en la calle, pues ella estaba distraída viendo un aparador y él caminaba viendo al piso sin pensar en nada en particular. La sorpresa del encuentro generó cierta tensión que se alivió cuando él le invitó un café y ella lo rechazó porque ya tenía planes. Más por amabilidad que por otra cosa, ella sugirió otra fecha y el aceptó, sin particular entusiasmo.


La cita terminó de nuevo en casa de él. A la mañana siguiente ella se fue un poco más tarde que la primera vez, solo porque esta vez ningún compromiso la apuraba. A partir de ese día los encuentros se repitieron cada vez con mayor frecuencia. Supieron a qué se dedicaban, de dónde venían y dejaron ver un poco de sus planes, pero muy poco en realidad. La información más personal siempre quedó reservada.


Su relación se dio, desde entonces, por temporadas. Por meses estuvieron viéndose, en casa de cualquiera de los dos. De repente alguno de los dos no tenía humor para encuentros casuales, desaparecía por un tiempo y volvía a aparecer después. Nunca hubo ningún reclamo pues en realidad ninguno tenía a esa relación como un compromiso de ningún tipo. Nadie cuestionaba las ausencias repentinas pues querían reservarse el derecho de hacer lo mismo cuando así lo necesitaran.


En uno de los periodos de ausencia él comenzó a salir con una chica vecina suya. Era una relación formal. Después de los primeros meses de idilio la relación se fue sumiendo en una rutina natural para él, pero que era insufrible para su pareja. Su apatía casi natural hacia todo exasperó de tal manera a la chica que acabó abandonándolo después de un pleito en el que él se limitó a escuchar y a abrir la puerta para que se marchara. El suceso fue agotador así que fue a descansar en los brazos de ella como quien va de vacaciones lejos del ajetreo diario. Le contó lo que le pareció que podía contar y ella rió de buena gana de imaginar el berrinche de la otra frente a la cara flemática de él. Lo mismo pasó el día que ella decidió aceptar a un compañero de trabajo como pareja y a quien dejó pasmado y con el anillo en la mano cuando él insistió en que se casaran ahora, solo a dos meses de estar saliendo, o moriría de desamor, el muy ridículo.


Algunas veces pasaron años completos antes de volverse a ver. Cuando se reencontraban sentían esa alegría que genera ver a un viejo amigo. Solo eso. La historia se repitió por años, cada vez eran menos jóvenes, pero la sensación de descansar de todo estaba siempre garantizada. Cuando él salió del hospital después de su más grave crisis respiratoria solo quería estar en casa, pero de alguna manera tenía la necesidad de tenerla a su lado como la tuvo en los últimos días que estuvo internado, y así se lo hizo saber. Ella se mudó solo con una parte de sus cosas y dejó de fumar para no afectar la delicada salud de su compañero. Su vida no fue muy diferente al de un matrimonio de muchos años. Nunca hablaron demasiado, no tenían porque hacerlo ahora. La sola presencia del otro era suficiente para sentirse bien. Parecía una situación estable


Después de varios meses él comenzó a levantarse en la madrugada, se quedaba por un par de horas en la sala y volvía a repasar su vida y todo cuanto vino a su cabeza mientras no tenía otra cosa que hacer que tomar medicamentos y hacerse ideas. Ella se dio cuenta desde la primera vez que pasó y lo dejó hacer. No tenía por qué interrumpir sus más profundos pensamientos.


Un domingo cualquiera ella se levantó estando el sol ya muy en alto. Fue al comedor y se encontró la carta que ahora está hecha pedazos junto al plato que sirve de cenicero. Él simplemente no sirve para esta vida gregaria; por ésta única vez va a ir contra la inercia y va a hacer el esfuerzo de despojarse de toda la comodidad y el gusto de tenerla al lado y se va a ir a donde no pueda contaminar de su apatía a nadie, con la tranquilidad de que ella no tendría idea de dónde buscarlo. Junto a la carta estaba una cajetilla nueva y un plato lleno de colillas que dejaba como constancia de que le regresaba su vida y que él recuperaba la propia.


Así que se fue a morir quién sabe a dónde sin ella, que nunca había pensado en lo terrible que era quedarse sola cuando ya había imaginado el resto de la vida en compañía de alguien, que había sido capaz de dejar su más arraigada adicción por bien de alguien más que ella misma, que había empezado a sentir mariposas en el estómago cuando lo veía. Bueno, pues que se muera, pensó mientras encendía el último cigarro, de cualquier manera, nos vamos a morir todos algún día. Escogió que al menos en su caso no sería de desilusión y expulsó el humo en una exhalación que por fin fue lenta y sin espasmos de llanto.

-Aura

 
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