martes, abril 26, 2011

Maternidad y tribu.

Cuando el ser humano nace, está tan inmaduro que le es imposible sostener su propia cabeza. Abandonado a su suerte, morirá invariablemente en unos cuantos días. Para que tal desgracia no suceda la madre debe cargarlo, alimentarlo, limpiarlo y protegerlo por años, al mismo tiempo que espera a que sea lo suficientemente receptivo para poder mostrarle cómo sostenerse, caminar, lo que puede y lo que no debe tocar, entre muchas otras cosas.

Es tan delicado el trato de un recién nacido, que las madres suelen echar mano de las mujeres que ya han sido madres antes. Y un buen día ahí están las mujeres de la familia, juntas, enseñando, reprendiendo, indicando, las mayores a las más jóvenes y a la nueva madre.

Mi familia es básicamente un matriacardo, porque hay una larga tradición de mujeres que prefierieron estar solas que mal acompañadas, aunque la mala compañía no sea necesariamente tal cosa, sino que faltaron acuerdos fundamentales. Como sea, ante la llegada de la nueva criatura, una mujercita de fuertes pulmones, fueron las mujeres emancipadas las que vinieron a cerrar filas. A decir que así no se carga la criatura, que el agua tiene que estar a tal temperatura, que el vendaje es así y no de otra manera. Que no llores, que lo que te falta es sueño y para eso está tu prima para que se haga cargo con la fórmula mientras descansas ahora que ya no puedes más. La nueva madre, emancipada también antes de que las complicaciones fueran mayores, vio entonces la utilidad de tener quien cargue con experiencia y diga cómo se hacen las cosas. La gracia de no estar nunca completamente sola.

Gregarios somos, ni duda cabe.
 
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