Llegó entonces el día en que los ruidos no le dejaban ni pensar. No paraban de sonar un solo segundo. Zumbidos, siseos, repiqueteos. Los huesos dolían con la humedad y el frío y no entraba ni el más diminuto rayo de luz. Cuando unas piedras pequeñitas que caían del techo golpearon su cabeza fue el fin de la cordura. Entonces el miedo el miedo de salir quedó hecho nada ante el miedo de quedarse ahí.
Y afuera el viento fresco, la luz del día, el suave pasto y todos los colores le recibieron, mientras trataba de explicarse aquél inútil pavor.