sábado, mayo 27, 2006

Como polilla

Casi todos los seres vivos tenemos cierta atracción a las cosas brillantes. Los humanos, por supuesto no estamos exentos. Las primeras fuentes de luz para la Tierra fueron los cuerpos celestes, que incluso fueron inspiración para religiones varias y cuentos incontables.

En la tierra el hombre temió al fuego, fuente de tragedias, hasta que aprendió a controlarlo (por lo general) y logró que fuera fuente de luz, calor y carnes asadas los domingos. Sin embargo nunca ha perdido su fascinación por él (eso). Muchas veces he estado frente a una fogata en una noche de invierno, con café, ponche o tequila (lo que sea es bueno), y me he quedado viendo el danzar hipnótico de las llamas que surgen de la madera con gasolina cual espectros de otro mundo.

Es para mí un deleite caer en el cálido encanto de la flama, con la mirada perdida en el espacio que ocupa, eso que está ahí, lo puedes ver y serntir por su calor a la distancia, pero nunca, nunca lo podrás tocar. Por supuesto, no es sólido o líquido, pero no es ni siquiera un gas; es como un fantasma bailarín de colores muchos, según lo que se esté quemando, y qué tan bién lo esté haciendo. Es plasma, dirán los entendidos, un gas permanentemente ionizado...si si si. Pero ni eso alcanza para definirlo, para entenderlo.

No soy piromaniaca, que conste, no hay nada que me angustie más que un incendio, pero la llama feliz (dijera Bob Ross) y controlada de una fogata a medio patio, siempre va a generar en mí esa necesidad de observarla hasta que mis ojitos lloren de la impresión (o el exceso de estímulo por ver directo a la fuente de luz) y prefieran voltear a percibir la imagen mi alma gemela que ya para entonces, ponche en mano, me habrá preguntado si acaso sigo en este mundo.

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