jueves, octubre 13, 2011

Vivir contigo

Vivir contigo, dormir contigo, desayunar contigo, cenar contigo. Decidí que eso era lo que quería hacer el resto de mi vida, cada 24 horas, 365 veces por año (a veces un poco más). Y al hacerlo me metí en una dinámica infestada de realidad. Realidad en forma de ropa y trastes sucios, de camas sin tender, de la necesidad de comer algo diferente cada día, de hábitos y manías, tuyos y míos, tan diferentes, tan poco complementarios. En forma de presupuestos, de acoplamiento de horarios, de ver un programa en la televisión y no otro, de salir o no salir, de fugas en la tubería y humedad en la pared del último cuarto.

Nos cayó la realidad como una plaga, abajo de las sábanas, arriba del comedor, dentro del refrigerador y del cofre del auto, detrás de la puerta del baño, en las visagras de todas las otras puertas y siempre alrededor del cariño. No importa el idealismo de siempre, aunque persista queda en segundo plano, listo para usarse en las reuniones y los fines de semana, en las comidas en familia y el café con los menos íntimos, pero en ningún otro lugar. Tal vez un sábado en la noche, estando sólo nosotros sin mayores aspiraciones.

Pero ya lo sabíamos, ya lo habíamos visto en otros. Y lo calculamos muchas veces por distintos medios. Nos teníamos, nos gustábamos, nos acomodámos. Nuestras peores explosiones las aguantaban bien con nuestras mejores barricadas. Sinceros hasta la pared de enfrente, solo entre nosotros nos aguantábamos las críticas más directas. Nunca la violencia. Siempre la razón.

Por eso, vivir con alguien solo podía ser vivir contigo. Con quién más iba a ser posible aguantar la realidad emanada del otro en cada ciclo diario. Nadie.

La realidad es contigo, el asidero de lo cierto, de lo seguro. La profundidad del conocimiento de las más banales partes de mi ser, la aceptación de todas ellas, el cariño surgido gracias a y a pesar de todo ese conocimiento. Lo demás queda en el terreno de lo platónico. Y lo platónico, por definición es inalcanzable.

martes, abril 26, 2011

Maternidad y tribu.

Cuando el ser humano nace, está tan inmaduro que le es imposible sostener su propia cabeza. Abandonado a su suerte, morirá invariablemente en unos cuantos días. Para que tal desgracia no suceda la madre debe cargarlo, alimentarlo, limpiarlo y protegerlo por años, al mismo tiempo que espera a que sea lo suficientemente receptivo para poder mostrarle cómo sostenerse, caminar, lo que puede y lo que no debe tocar, entre muchas otras cosas.

Es tan delicado el trato de un recién nacido, que las madres suelen echar mano de las mujeres que ya han sido madres antes. Y un buen día ahí están las mujeres de la familia, juntas, enseñando, reprendiendo, indicando, las mayores a las más jóvenes y a la nueva madre.

Mi familia es básicamente un matriacardo, porque hay una larga tradición de mujeres que prefierieron estar solas que mal acompañadas, aunque la mala compañía no sea necesariamente tal cosa, sino que faltaron acuerdos fundamentales. Como sea, ante la llegada de la nueva criatura, una mujercita de fuertes pulmones, fueron las mujeres emancipadas las que vinieron a cerrar filas. A decir que así no se carga la criatura, que el agua tiene que estar a tal temperatura, que el vendaje es así y no de otra manera. Que no llores, que lo que te falta es sueño y para eso está tu prima para que se haga cargo con la fórmula mientras descansas ahora que ya no puedes más. La nueva madre, emancipada también antes de que las complicaciones fueran mayores, vio entonces la utilidad de tener quien cargue con experiencia y diga cómo se hacen las cosas. La gracia de no estar nunca completamente sola.

Gregarios somos, ni duda cabe.

viernes, febrero 25, 2011

El derecho de llorar

Hay despedidas que no se distinguen como tales desde un principio; tal vez porque en apariencia no hay un verdadero desprendimiento, porque nada trascendental cambia, porque de haber cambios los son de forma y no de fondo. O eso se piensa, o eso se quiere pensar.

A diferencia de las despedidas dramáticas y tajantes en las que el llanto es casi un requisito, las sutilezas de los cambios mínimos rara vez van acompañados del derramamiento dramático de lágrimas, del berreo desgarrador y el claro establecimiento del luto. Y sin embargo, duelen. Pero es un dolor sutil, casi inadvertido. Se manifiesta más como un no dormir, o dormir de más en la mañana, como la disminución de la vitalidad y, tal vez, como las ganas de tener algo que lamentar, algo verdaderamente doloroso y angustiante. Algo que nos otorgue con el sólo hecho de pensarlo el derecho de llorar sin que nadie, ni uno mismo, juzgue al lloroso de exagerado y melodramático.

Las despedidas incompletas se revelan con el paso de los días, cuando la alteración de la rutina se hace evidente, cuando los ciclos tardan cada vez más en volver al punto inicial, cuando la costumbre obliga a seguir ritos ya descontinuados, y se notan ya fuera de lugar. Es hasta que el acumulado de las pequeñas inconsistencias es demasiado cuando un intento de llanto surge, con o sin derecho, para hacer notar que por mucho fondo que se conserve, las formas también tienen su valor.
 
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