jueves, agosto 05, 2010

Tormentas ajenas.

A veces no hay refugio que te alcance para cuidarte de las tormentas ajenas. Convivir implica ser tocado, al menos de pasadita, por la suerte de los demás (donde suerte no es más que el conjunto de eventos afortunados o no tanto que pueden ocurrirle a alguien, por puro azar).

Por estos días yo vivo en una isla de calma alrededor de la cual se dejan caer cegadores relámpagos, suenan truenos ensordecedores y soplan vientos terribles. En mi pedacito de vida brilla el sol, pero por un lado y por otro solamente aparecen tempestades. Afortunadamente, hace no mucho que aprendí a no ser devoradora de las angustias del prójimo, por muy amado que éste fuera; sin embargo no se puede ser totalmente inmune. Sobre todo si el prójimo es, efectivamente, muy estimado. En este caso la calma, como las latas de atún y las botellas de agua, se va acabando de a poquito, sin sentirlo, y sólo si se le administra bien puede aguantar largos ratos. Pero ni la mejor adminsitración puede hacer que las reservas duren para siempre, y ya andamos en las últimas.

Parece que se empieza a nublar en la bahía. Algo habrá que hacer para que no nos caiga el aguacero encima.
 
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