sábado, noviembre 14, 2009

Anecdotario llanero

[ADVERTENCIA: Post largo largo y anecdótico, como en los viejos tiempos]

Amanece el día y sólo Dios sabe cómo va a acabar, dice mi madre. Nada describe mejor lo que pasó el sábado pasado, en el llano.

Fui allá, entre otras cosas, a ver a gente que estimo. Comimos camarones; tenían buen sabor, suficientemente bueno como para no sospechar que después se iban a poner en mi contra. Pero en lo que se decidían a fastidiarme, alcanzaron a pasar otras varias cosas. El local donde comimos está bajo las graderías del estadio de futbol. Había mucho movimiento, el esperado para un sábado de partido en la 1ªA. La Trinca Fresera iba superlíder y jugaba nada más y nada menos que contra los Dorados de Sinaloa. El año pasado, cuando la Trinca se peleaba el campeonato para ascender a 1ªDivisión me quedé con ganas de ir al estadio. Hay que entrar. ¿A qué hora es? A las 7. Pues vamos y volvemos ¿no? Y fuimos y volvimos. Fuimos a la plaza, por un móvil; fuimos al café por una amena charla (después de recuperarme de la confusión por no poder pedir un café chico, sino un alto, que no era más alto que el grande, que en realidad era mediano, porque había uno más grande que no se llama grande sino Venti... y aunque no era mi primera vez, no he podido acostumbrarme a semejante cambio de estándares); y volvimos al estadio. Puerta 5, la de la porra. Había que ver de cerca a Los Hijos de la Mermelada, así, independientemente del partido, podíamos asegurarnos un rato de sana diversión. La Trinca ganó 3-1. Gritos y saltos, pues si a eso iba, bah. El portero local se mereció la ovación del público: "¡Ese mi marcatextos!" Quién lo manda a traer un uniforme de ese tono de amarillo.

La afición salió feliz. Nostros también, y decidímos que tres minicoronas estaban bien para empezar, pero había que continuar. Un bar de medio pelo, debajo del estadio (hay tantas cosas debajo del estadio) nos cobijó con una rockola que tocaba puras de adoloridos. ¿Qué pues, de qué se trata? Al rato llegó el hermano mayor, el líder de los Hijos de la Mermelada. Traía ropa militar, dejando ver que tenía brazos bien trabajados en gimnasio, y su máscara de luchador. Pues hay que darle, no vaya a ser, dijeron los muchachos. El que lo acompañaba era un hombre joven, alto, muy corpulento y con la camiseta de los Dorados. Amigos, a los de la porra visitante se les acabó la lana y su chofer no los quiere regresar, estamos pidiendo para que se puedan ir. Todo sea por la paz entre las porras y porque no queremos que se enojen, que sí imponen. Ahi'stá.

Ya es domingo, cierra el local y migramos a otro sitio donde nos permitieran seguir con nuestras sesudas reflexiones que pretendían arreglar el mundo. El nuestro primero, y el de todos después. Así fue como caímos al billar aquél, de noches de viernes y de sábado, o de martes o miércoles, ¿por qué no? Ahí vamos los tres monos y los camarones diabólicos que empezaban a amenazarme. Pero no me iba a rajar, este estómago de perro callejero tiene una fama que defender y no me dejo, no y no.

Llegamos al billar y nos encontramos con el dueño, señor de más de cincuenta normalmente sujeto serio y al pendiente del negocio, sentado en una de las mesas, bien entrado en copas con los que parecían ser sus grandes amigos. Aquí es donde tengo que señalar que mis acompañantes son asiduos visitantes del lugar, personas bien conocidas por el dueño, por lo que lo primero que hizo éste al vernos llegar fue darnos la bienvenida, recordar las canciones favoritas de los muchachos e ir, entre balanceos a ponerlas en la rockola. Al poco rato acabó por presentarnos a sus amigos, y así conocimos a los personajes que nos hicieron la noche: Un hombre más bien pálido, lacio, de lentes, muy delgado: ¡pinche Pol Macarni! Ni como dudarlo. El hombre que nos contó la hostoria de amor más triste, porque era hermosa pero falsa: su chaparrita, la mujer de su vida, la que lo sacó del vicio, por la que da la vida, esa que hoy y tal vez siempre que se acabe una botella de ron, está con él hasta que recuerde que en realidad no, ya no, o tal vez no lo estuvo nunca. Y finalmente el hombre delgado y moreno, un madrazo de ese güey si me voltea la quijada, qué digo a mí, a los tres juntos. Y los tres juntos eran el que relataba y mis dos compañeros, porque claro, ni siquiera se podía suponer que me pegara a mí, que soy mujer. Tiene la mano pesada, y la tuvo más de joven cuando fue boxeador profesional, estrella regional que se fue a la Ciudad de México a pelear con Salvador Sánchez, campeón del mundo. Por supuesto, fue noqueado. En el cuarto round. Ni más ni menos. Era muy inteligente, y aguantaba mucho. Y la noche se nos fue en conocer las historias del boxeador, relatos de un hombre que daba vida a las efemérides del boxeo mexicano. Ojalá Zow o Marco puedan un día dar mejor reseña del anecdotario al que tuvimos acceso entonces.

Los camarones estaban a punto de ganarme la batalla y era hora también de cerrar el local así que nos retiramos. El domingo después de un breve desayuno de despedida tuve tiempo de pensar en vacíos y cosas peores antes de ver a mi querida Erandi y al buen José, con quien compartí la comida de la victoria (porque había logrado someter a los camarones insurrectos) antes de volver al valle, aún pensando un poco en rearreglos por desaparciones.

Amanece el día y sólo Diós sabe como va a acabar. Por lo pronto, no vuelvo a comer camarones debajo del estadio.

Zow ha escrito la historia, prácticamente inalterada, que nos contó el boxeador Seferino "El fresero" Morales . Vayan a leerla aquí.

domingo, noviembre 08, 2009

Vacío

Uma vez eu tive uma ilusão
E não soube o que fazer
Não soube o que fazer
Com ela
Não soube o que fazer
E ela se foi
Porque eu a deixei
Por que eu a dexei?
Não sei
Eu só sei ela se foi
.
Repudiado por la naturaleza, siempre y cuando exista materia lo suficientemente cerca, no pierde oportunidad de aparecer a la menor provocación. Pequeños vacíos, microscópicos, insignificantes de breves, imperceptibles; vacíos más bien medianos, un tirón momentáneo en las entrañas, incomodidad pasajera; vacíos más severos, si es que tienen severidad alguna, presión torácica, humedad ocular; vacíos terribles, de esos que alcanzan a doler.

Todos son eliminados en el momento, o al momento siguiente, la noche siguiente, el cigarro siguiente, el itinerario siguiente. En cada ocasión hay materia para llenarlos, generando una corriente, un reajuste, unos cuantos ayes y siempre un suspiro, más o menos sonoro, según el espacio a llenar. Y después la normalidad. Una vez más.
No se debe olvidar pues, que cada nuevo orden no es más que la cicatriz del orden anterior, desaparecido gradual o espontáneamente, pero desaparecido al fin, de manera tal que nunca sobre esa cicatriz o en otro lugar cualquiera, puede generarse un arreglo idéntico, por mucho que se intente, por mínima la desaparición.
¿Por qué? No sé.
Solo sé que se me fue.
 
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